El Quehacer Político Internacional a través de la opinión///Carolina Alonso Romei///Trump, el gran maestro de la diplomacia: la paz como ficha de cambio

Por Carolina Alonso Ronei
Internacionalista
En un giro inesperado que redibuja las líneas del tablero geopolítico global, Donald Trump ha vuelto al centro del escenario internacional, no como simple actor político, sino como un protagonista decisivo en las negociaciones para una paz en Ucrania que sigue siendo esquiva y tensa. El regreso del expresidente estadounidense a la diplomacia activa se vio amplificado por un evento sin precedentes: la visita del presidente ruso, Vladimir Putin, a Alaska el pasado 15 de agosto.
La cumbre —envuelta en un aire de teatralidad cuidadosamente coreografiada— marcó la reaparición formal de Putin en el espacio diplomático occidental desde la invasión a gran escala de Ucrania en 2022. Pero más allá del simbolismo, fue la figura de Trump la que emergió como catalizador de un posible rediseño del orden internacional, para bien o para mal.
Con una alfombra roja desplegada en Anchorage, un apretón de manos transmitido en vivo y un despliegue militar que incluyó sobrevuelos de F22s y un bombardero B2, el recibimiento de Trump a Putin fue algo más que diplomacia: fue espectáculo político. Y no uno menor. Tras las cámaras, ambos líderes compartieron un viaje en la limusina presidencial “The Beast”, en lo que medios rusos no tardaron en calificar como una victoria diplomática. La prensa rusa sugirió incluso que durante ese trayecto se habría discutido una propuesta para presionar a Ucrania a ceder territorio —un gesto que, de confirmarse, pondría a Trump en el papel de facilitador de una paz a cualquier costo.
Sin embargo, la cumbre concluyó sin acuerdos formales. Trump, en su estilo habitual, describió la reunión como “muy productiva”, aunque sin compromisos concretos. “Hay buenas posibilidades de resolución”, dijo, “pero no hay trato hasta que lo haya”. Putin, por su parte, calificó el encuentro como “un punto de partida” para reconstruir puentes rotos con Occidente y explorar una salida política al conflicto.
Este episodio refleja la estrategia característica de Trump: una diplomacia personalizada, centrada en relaciones interpersonales más que en estructuras institucionales. Su enfoque rompe con los principios tradicionales del multilateralismo y coloca el destino de Ucrania —y posiblemente de la seguridad europea— en manos de negociaciones bilaterales, con fuerte carga simbólica y política.
La presencia de asesores informales como el empresario Steve Witkoff, y la ausencia de figuras clave del Departamento de Estado o de la comunidad de inteligencia estadounidense, desató críticas dentro y fuera de Estados Unidos. Algunos lo ven como una trivialización del proceso diplomático; otros como una táctica de presión a Ucrania para que acepte una “solución rápida”, basada en realismo geopolítico más que en principios democráticos.
Mientras Trump y Putin buscaban una narrativa de reconciliación, el presidente ucraniano Volodymyr Zelenskyy aterrizaba en Washington con una posición inamovible: no habrá paz sin soberanía plena. Ni Crimea, ni Donbás, ni ningún fragmento del territorio ucraniano está en venta, aseguró. También insistió en avanzar hacia esquemas de defensa común, como un “Artículo 5” a la medida de Ucrania, para garantizar que cualquier paz no sea simplemente una tregua.
“Crimea fue el primer experimento de impunidad. Ya sabemos adónde nos llevó”, afirmó Zelenskyy, recordando que toda concesión territorial previa solo alentó mayores agresiones por parte del Kremlin.
En paralelo, los líderes europeos —Emmanuel Macron, Ursula von der Leyen, Keir Starmer, Friedrich Merz, entre otros— reafirmaron su oposición a cualquier solución que implique recompensar la agresión con territorio. Argumentan que legitimar fronteras impuestas por la guerra no solo traicionaría los valores fundacionales de la UE y la OTAN, sino que sentaría un precedente peligrosísimo para futuros conflictos impulsados por regímenes autoritarios.
Pero también emerge cierta fatiga estratégica. Las presiones internas en Europa para encontrar una salida al conflicto —por razones económicas, humanitarias y electorales— han generado grietas. En ese espacio de ambigüedad, Trump se presenta como una figura capaz de “cerrar el trato”, aunque el costo sea alto para Kiev.
El hecho de que Putin fuera recibido sin mención alguna a la orden de arresto emitida por la Corte Penal Internacional no pasó desapercibido. En lugar de ser tratado como un paria internacional, fue saludado como un interlocutor legítimo, lo que envía un mensaje inquietante: la realpolitik podría estar desplazando los valores democráticos como fundamento del orden mundial.
Para Moscú, esta cumbre fue una victoria simbólica: un regreso al escenario global y una validación, por parte del propio Trump, de su derecho a formar parte del futuro de Europa Oriental.
No fue casual la elección de Alaska como sede. El estado —que fue territorio ruso hasta su venta a EE.UU. en 1867— es un punto de encuentro histórico entre las dos potencias. La escenificación del evento en ese contexto añade una capa adicional de narrativa: el regreso de Rusia al diálogo con Washington en un lugar que representa tanto separación como conexión.
Mientras la guerra continúa, con batallas sangrientas, desplazamientos masivos y un invierno estratégico acercándose, las señales de una solución real siguen siendo confusas. La posibilidad de una paz impuesta desde la fuerza —o sellada entre potencias sin la voz plena de Kiev— sería una victoria táctica para Moscú, pero una derrota estratégica para el orden internacional basado en normas.
Lo que está en juego no es únicamente el destino de Ucrania. Es el futuro de un sistema internacional que ha intentado, con éxitos y fracasos, mantener un equilibrio entre poder, derecho y soberanía. Una paz duradera exigirá no solo diplomacia seria, sino garantías sólidas, arquitectura de seguridad compartida y, sobre todo, respeto por los principios que han sostenido al mundo desde la Segunda Guerra Mundial.
Donald Trump ha irrumpido en este escenario como un actor imprevisible, capaz de alterar equilibrios y mover fichas que parecían condenadas a la inmovilidad. Su estilo directo, sin concesiones a las formas clásicas de la diplomacia, desconcierta tanto como obliga a reaccionar. Lo que para algunos representa un riesgo —una amenaza al orden establecido— para otros es justamente el motor que necesitaba una negociación estancada. Trump rompe rutinas, fuerza definiciones y genera presión allí donde la diplomacia tradicional se había vuelto repetitiva e ineficaz. En un tablero marcado por la parálisis, su presencia no pasa inadvertida: se perfila como un jugador central, capaz de imprimir ritmo y dirección. Y aunque sus métodos sean todo menos ortodoxos, empieza a consolidarse como un maestro de la diplomacia a su manera, uno que logra abrir espacios donde nadie más había conseguido mover nada.