El Quehacer Político a través de la opinión///Carolina Alonso Romei///De la banca al poder: Mark Carney toma las riendas de un Canadá en crisis

Por Carolina Alonso Romei
Internacionalista
El 14 de marzo de 2025, Mark Carney asumió como primer ministro de Canadá, poniendo fin al liderazgo de Justin Trudeau tras casi una década de altibajos para el Partido Liberal. A sus 59 años, Carney llega al poder sin experiencia política directa, un dato que no pasa desapercibido en un país que enfrenta una guerra comercial con Estados Unidos, una economía al borde del precipicio y una ciudadanía agotada por años de promesas rotas. Exgobernador del Banco de Canadá y del Banco de Inglaterra, Carney trae consigo un historial como tecnócrata que navegó crisis como la de 2008 y el Brexit, pero su falta de trayectoria en la política activa genera escepticismo sobre si podrá lidiar con las tormentas que hereda, tanto dentro como fuera de Canadá.
La transición de Trudeau a Carney estuvo lejos de ser un relevo ordenado. Trudeau, quien en 2015 asumió como un símbolo del progresismo global, dejó el cargo desgastado por una crisis de popularidad que se intensificó con el aumento del costo de vida, una crisis de vivienda que ha dejado a millones sin perspectivas de propiedad y un sistema de salud pública en deterioro. Su renuncia, anunciada en enero de 2025 y concretada poco antes de la toma de posesión de Carney, fue el desenlace de un colapso interno desencadenado por la dimisión de Chrystia Freeland, su viceprimera ministra y ministra de Finanzas, en diciembre de 2024. La salida de Freeland, una figura clave en la gestión económica de Trudeau, fracturó la coalición que sostenía al gobierno liberal en un Parlamento minoritario, abriendo la puerta a Carney. Este se alzó con el liderazgo del partido con un respaldo del 85.9% de los militantes, pero ese apoyo abrumador dentro de las filas liberales no asegura que pueda sanar las divisiones internas ni ganarse la confianza de un electorado harto de experimentos.
El panorama internacional que Carney enfrenta es igual de sombrío. La llegada de Donald Trump a su segundo mandato en Estados Unidos ha transformado la relación con Canadá en un campo de batalla económico. Aranceles del 25% sobre el acero y el aluminio canadienses ya están en vigor, y Trump ha amenazado con gravámenes generales del 50% si Ottawa no cede a sus demandas, que incluyen controles más estrictos en la frontera y concesiones comerciales. El presidente estadounidense ha justificado estas medidas acusando a Canadá de ser una vía para migrantes y drogas hacia su país —una afirmación que las estadísticas desmienten, mostrando flujos mucho menores que los provenientes de México— y ha llegado a sugerir, medio en serio, que Canadá debería convertirse en el “estado 51”. En respuesta, Carney ha adoptado un tono nacionalista, prometiendo una “respuesta de máximo impacto” que incluye mantener los aranceles retaliatorios del 25% impuestos por Trudeau y explorar medidas más agresivas, como la revisión de contratos de defensa (incluida la compra de los F-35) y la posible interrupción de exportaciones clave como el níquel, el uranio y la electricidad. Sin embargo, esta estrategia de confrontación despierta dudas: Canadá, que envía el 75% de sus exportaciones a Estados Unidos, podría sufrir un golpe devastador si la guerra comercial se prolonga, afectando empleos, industrias y la estabilidad de una economía ya frágil.
A nivel doméstico, los desafíos no son menores. Una de las primeras ideas de Carney como primer ministro —la cancelación del impopular impuesto al carbono para los consumidores— busca apaciguar a las regiones rurales y suburbanas donde el descontento con Trudeau era palpable. Esta medida, aunque pragmática, ha desatado críticas feroces entre los sectores progresistas del Partido Liberal, que la ven como un abandono de los compromisos climáticos que Canadá defendió bajo Trudeau en foros como la COP y el G7. Carney, quien en el pasado abogó por las finanzas sostenibles como presidente del Consejo de Estabilidad Financiera (2011-2018), parece dispuesto a sacrificar parte de esa credencial ambiental para priorizar la estabilidad económica interna. Este giro podría costarle el apoyo de aliados internacionales como la Unión Europea, que esperaba que Canadá mantuviera su papel de bastión climático, y de la administración saliente de Joe Biden, que había elogiado a Trudeau como un socio confiable en la lucha contra el calentamiento global. Dentro de su propio partido, la decisión ha reavivado tensiones entre el ala izquierdista, que aún añora la visión idealista de Trudeau, y los centristas que ven en Carney una última esperanza para evitar el colapso electoral.
La inexperiencia política de Carney es otro flanco vulnerable. Aunque su currículum económico es impecable, liderar un país requiere habilidades que no se aprenden en salas de juntas ni en cumbres del G20: negociar con adversarios internos, manejar la dinámica de un Parlamento fragmentado y contrarrestar la retórica de Pierre Poilievre, líder del Partido Conservador, quien ha capitalizado el descontento con un estilo que recuerda al de Trump. Con elecciones federales previstas a más tardar en octubre de 2025 —y rumores de un adelanto a abril—, Carney tiene un margen estrecho para demostrar que su prestigio como tecnócrata se traduce en soluciones tangibles. La inflación sigue erosionando el poder adquisitivo, la crisis de vivienda ha convertido a ciudades como Toronto y Vancouver en inalcanzables para las nuevas generaciones, y el sistema de salud pública enfrenta tiempos de espera récord y una escasez crónica de personal. Si no logra avances rápidos en estos frentes, el impulso inicial que le dio su llegada al poder podría desvanecerse, dejando al Partido Liberal vulnerable ante un electorado que no perdona la inacción.
El contexto global añade más presión. La guerra en Ucrania, las tensiones en el Indo-Pacífico entre China y Occidente, y la reconfiguración de las cadenas de suministro exigen un liderazgo estratégico que vaya más allá de la gestión de crisis económicas. Carney ha hablado de diversificar los socios comerciales de Canadá para reducir la dependencia de Estados Unidos, mirando hacia mercados como la Unión Europea, Japón y la India. Sin embargo, esta ambición choca con la realidad: reorientar una economía tan entrelazada con su vecino del sur tomará años, recursos y una voluntad política que podría diluirse ante las urgencias internas. Además, su falta de experiencia diplomática podría limitar su capacidad para tejer las alianzas necesarias en un mundo donde las relaciones personales y los gestos simbólicos suelen pesar tanto como las políticas concretas.
En el frente económico, la apuesta de Carney por resistir a Trump tiene un costo que no todos están dispuestos a pagar. Las provincias dependientes de las exportaciones, como Ontario y Alberta, ya sienten el impacto de los aranceles, con cierres de plantas y pérdidas de empleos en el horizonte. Economistas advierten que un enfrentamiento prolongado podría hundir a Canadá en una recesión, mientras que los críticos dentro del propio Partido Liberal cuestionan si un enfoque más conciliador, como el que intentó Trudeau en sus últimos días con una visita infructuosa a Mar-a-Lago, habría sido menos arriesgado. La red de contactos internacionales de Carney, forjada en sus años en el G20 y el sistema financiero global, podría darle una ventaja en la búsqueda de nuevos mercados, pero no hay garantías de que esos lazos se traduzcan en resultados inmediatos.
El ascenso de Carney no es un cuento de redención para Canadá, sino un salto al vacío en un momento de extrema vulnerabilidad. Su llegada al poder refleja menos un triunfo personal que la desesperación de un Partido Liberal por reinventarse tras el agotamiento de Trudeau. En las encuestas, como las del instituto Angus Reid, aparece con un 43% de apoyo frente al 34% de Poilievre, impulsado por un sentimiento anti-Trump que ha unificado a parte del electorado. Pero ese respaldo es frágil: depende de su capacidad para cumplir promesas en un plazo corto, algo que su perfil de gestor metódico, más acostumbrado a planificar a largo plazo, podría no favorecer.
En última instancia, el liderazgo de Carney coloca a Canadá en una encrucijada incierta. En el frente internacional, su postura nacionalista ofrece la posibilidad de reafirmar la soberanía del país frente a un Estados Unidos agresivo, pero también lo expone al riesgo de un aislamiento económico si su estrategia falla. A nivel interno, debe lidiar con un partido fracturado, una ciudadanía desencantada y problemas estructurales que ningún tecnócrata puede resolver con un chasquido de dedos. El mundo observa con cautela, no con admiración, mientras este novato político intenta navegar un terreno plagado de trampas. Si no logra equilibrar las demandas internas con las presiones externas, su mandato podría ser breve y caótico, dejando a Canadá más debilitado de lo que lo encontró. En un contexto donde la economía y la geopolítica se entrelazan como nunca, Carney no tiene margen para errores, y el tiempo juega en su contra.