El Quehacer Político Internacional a través de la opinión///Carolina Alonso Romei///Venezuela en jaque: entre el narco, el petróleo y la presión de Washington

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Por Carolina Alonso Romei

Internacionalista

En 2025, la política exterior de Estados Unidos ha dado un giro que evoca los ecos de la “guerra contra las drogas” de finales del siglo XX, pero con un matiz distinto: el escenario ya no se limita a Colombia o México, sino que ahora coloca a Venezuela en el centro del tablero. La administración estadounidense, amparada en informes de inteligencia y bajo el argumento de combatir el tráfico internacional de cocaína, ha lanzado una ofensiva diplomática, militar y financiera contra el gobierno de Caracas, al que acusa de operar como un “narcoestado” y de estar directamente vinculado con carteles regionales. 

Este conflicto no es un episodio aislado, sino la cristalización de tensiones acumuladas durante dos décadas. La nueva “guerra contra el narco” no solo busca frenar el flujo de drogas hacia el norte, sino que también persigue objetivos políticos y geoestratégicos: debilitar al régimen de Nicolás Maduro, reconfigurar las alianzas regionales y reafirmar la hegemonía estadounidense en un continente cada vez más fragmentado.

La narrativa de Washington sobre el narcotráfico en Venezuela no es nueva. Desde principios de los años 2000, informes de la DEA y del Departamento de Estado señalaron la existencia de estructuras militares venezolanas presuntamente vinculadas con el transporte de cocaína colombiana a Estados Unidos y Europa. Sin embargo, la relación de confrontación entre Caracas y Washington se profundizó con el paso del tiempo: sanciones económicas, acusaciones de violaciones a los derechos humanos y el progresivo aislamiento internacional del chavismo sirvieron de preludio a la ofensiva actual. 

El giro en 2025 responde también a un factor interno estadounidense: la presión política. El repunte del consumo de opioides y cocaína en ciudades estadounidenses, junto con el incremento de la violencia asociada a las cadenas de distribución, ha creado un clima de urgencia. El discurso oficial sostiene que sin cortar los vínculos internacionales —en especial los supuestamente controlados por Venezuela—, cualquier política antidrogas doméstica será insuficiente.

La ofensiva contra Venezuela se despliega en tres frentes. En el ámbito diplomático, Estados Unidos ha liderado en la ONU y en la OEA resoluciones que buscan declarar al régimen venezolano como un actor cómplice del narcotráfico transnacional. Aunque países como Rusia, China e Irán han bloqueado condenas más duras en el Consejo de Seguridad, Washington ha logrado consolidar un bloque de apoyo en América Latina con Colombia, Brasil, Ecuador y Perú a la cabeza. 

En el terreno militar, bajo la justificación de “operaciones conjuntas contra el narcotráfico”, el Comando Sur intensificó su presencia en el Caribe, instalando bases temporales en Aruba, Curazao y Guyana. Ejercicios navales y vuelos de reconocimiento en aguas y espacios aéreos cercanos a Venezuela se han multiplicado. Aunque oficialmente se trata de acciones “preventivas”, en Caracas se perciben como una amenaza directa de intervención. 

Finalmente, en el frente financiero, el Departamento del Tesoro ha ampliado su lista de sancionados, bloqueando activos de altos mandos militares y funcionarios venezolanos acusados de formar parte del “Cartel de los Soles”. Se han perseguido también redes de lavado de dinero en Panamá, República Dominicana y Miami, que, según Washington, canalizan recursos para el gobierno de Maduro.

El gobierno de Nicolás Maduro ha denunciado esta ofensiva como un acto de “imperialismo disfrazado” y como una excusa para intentar derrocarlo por vías no democráticas. En sus discursos recientes, Maduro ha enfatizado que se trata de una guerra política, no antidrogas. Además, Caracas ha buscado reforzar sus alianzas con Moscú y Teherán, acelerando acuerdos en materia energética y militar. En respuesta al despliegue estadounidense en el Caribe, Venezuela ha autorizado la presencia de asesores rusos en puertos estratégicos y ha adquirido drones de uso dual a Irán, lo que ha elevado el riesgo de una escalada militar indirecta. 

En el plano interno, el gobierno ha reforzado la narrativa nacionalista: la “guerra contra el narco” es presentada como una invasión disfrazada que busca apoderarse del petróleo y de los recursos naturales del país. Esto ha tenido eco en sectores de la población que, aunque críticos del chavismo, perciben la presión estadounidense como una injerencia inadmisible.

El nuevo escenario coloca a la región frente a un dilema: seguir el liderazgo de Washington o apostar por la no intervención. Países como México, Argentina y Chile han adoptado una posición más ambigua, reconociendo la gravedad del narcotráfico pero rechazando que la solución pase por acciones militares. Colombia, por el contrario, ha apoyado abiertamente a Washington, no solo por la cooperación histórica con Estados Unidos en materia antidroga, sino también porque ve en la presión contra Caracas una oportunidad de reducir la influencia de grupos armados en su frontera oriental. Brasil, bajo un gobierno de corte conservador, también se ha alineado, aunque con matices, priorizando la seguridad de la Amazonía y el control fronterizo.

La Casa Blanca sostiene con firmeza que esta es una guerra “por la salud y la seguridad de los estadounidenses”, y no se trata de un simple recurso retórico. El combate contra el narcotráfico en Venezuela responde a una necesidad real: cortar de raíz las redes criminales que envenenan a la sociedad norteamericana y desestabilizan a todo el continente. En un mundo donde las adicciones destruyen comunidades y generan violencia transnacional, la ofensiva de Washington se presenta no solo como legítima, sino como imprescindible.

El petróleo y los recursos energéticos, lejos de ser una excusa, son un componente estratégico que no puede ignorarse. La transición energética avanza, pero aún no elimina la dependencia de los hidrocarburos. Proteger la estabilidad de los suministros en un contexto donde Oriente Medio sigue convulso es parte de garantizar seguridad y prosperidad, tanto para Estados Unidos como para sus aliados. Asimismo, frenar la creciente injerencia de potencias como Rusia, China e Irán en América Latina es un acto de responsabilidad histórica: permitir que esos actores penetren la región sería entregar la estabilidad hemisférica a agendas que chocan con la democracia y la libertad.

La dimensión política interna no debe interpretarse con escepticismo. La ofensiva contra el narcotráfico une al país porque responde a una inquietud auténtica de la sociedad: proteger a las familias frente a un enemigo que atenta contra la salud pública y la seguridad nacional. Al actuar con determinación, Washington no solo demuestra liderazgo, sino que reafirma un principio inquebrantable: Estados Unidos no renunciará a su papel histórico como garante de la estabilidad y la seguridad en el continente.

El desarrollo de esta guerra contra el narcotráfico abre varios escenarios. La posibilidad de una escalada militar está siempre presente: un incidente en el Caribe, como la interceptación de un buque o el derribo de una aeronave, podría precipitar un enfrentamiento directo. Otro escenario apunta hacia una negociación forzada, en la que el gobierno de Maduro, bajo presión, aceptaría algún tipo de verificación internacional sobre narcotráfico, aunque difícilmente lo haría sin concesiones en materia de sanciones. Lo más probable, sin embargo, es una prolongación del conflicto en una especie de guerra fría regional, con operaciones estadounidenses limitadas, un cerco financiero creciente y un desgaste progresivo del régimen chavista.

En última instancia, la guerra contra el narcotráfico emprendida por Estados Unidos en 2025 trasciende el terreno venezolano: es un mensaje al mundo de que Washington no permitirá que el crimen organizado, aliado con regímenes autoritarios y potencias rivales, desestabilice el continente. La ofensiva actual combina realismo geopolítico con una convicción moral: proteger a los ciudadanos estadounidenses y a las democracias de la región frente a amenazas que no conocen fronteras. Si bien los riesgos de una escalada son evidentes, la inacción sería aún más costosa. En este tablero complejo, la determinación estadounidense no solo reafirma su papel histórico como garante del orden hemisférico, sino que proyecta una señal clara: la defensa de la seguridad, la libertad y la estabilidad en América Latina sigue siendo un interés vital de Estados Unidos, y está dispuesto a sostenerlo con todos los recursos a su alcance.

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