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El ejército: hay que detener el desplome del Estado.
Por Mouris Salloum George
Director General del Club de Periodistas de México AC
El ejército actual fue hecho a mano por gentes con un sentido matemático de la organización. Fue tal su importancia que cuando a Plutarco Elías Calles se le ocurrió copiar en una visita a Alemania el funcionamiento de un Banco central emisor de moneda, se lo encargó al ejército, encabezado por Joaquín Amaro. El Banco de México, que tanto presumen los panistas haber inspirado a través de Manuel Gómez Morin, fue llamado por la sensibilidad popular “el Banco Amaro”, pues todos sabían que el general Secretario de la Defensa había pasado la charola entre los viejos entorchados obregonistas de la Revolución para fondearlo e iniciar actividades.
Cuando Saturnino Cedillo, uno de los ayudantes de Amaro en esas gestiones, se levantó en armas en San Luis Potosí, Amaro y Cárdenas —el otro ayudante—se encargaron de regresarlo al orden. Igual que cuando a Celestino Gasca se le ocurrió “levantarse” el 15 de septiembre de 1961, lo aplacaron sus viejos amigos fondeadores del Banco, auxiliados por Vicente Lombardo Toledano.
Todas las historias que circulan sobre el ejército tienen un sesgo de verdad, como la pacificación en los setentas de la guerrilla guerrerense o en la lucha contra la Liga 23 de septiembre; lo que nadie puede discutir es que se trata de una organización disciplinada y estratificada, donde nada pasa sin que lo sepan los jefes. Es injusto que se le ataque con acusaciones falsas, porque casi todo es la realidad.
Como a todos los mexicanos, a la institución castrense le preocupa observar cómo lo que debería haber sido una crisis de gabinete, acaba convirtiéndose en una crisis de Estado. No se explican por qué han sido arrastrados en esta vorágine de incompetencias. Toda una aglomeración confusa de gente, sucesos y cosas en mal movimiento, sin destino.
Hace mal Cienfuegos en arrogarse para sí toda inocencia, así como hacen mal quienes lo acusan por haber desempeñado sus responsabilidades dentro de la más estricta disciplina, reservada para el general de cuatro estrellas, cualquiera que haya despachado en Lomas de Sotelo; ni una más, ni una menos. Cada uno de los actores en la tragedia tiene que asumir la parte del libreto que le toca y, en consecuencia, la hora de aparecer en el escenario, dejando de lado cualquier futilidad; la hora del país lo demanda. Debemos ser siempre serios, o al menos parecerlo.
Desde la más remota antigüedad, los teóricos presocráticos lo único que exigían al Estado como obligación indeclinable era la seguridad. La justicia también, pero era algo más difícil. Miles de años después, los mexicanos seguimos pidiendo lo mismo. No queremos un poder pasmado, impotente. Los únicos que ganan con eso, con la pasividad y la abulia en la seguridad, son los que propalan el anarquismo, la ausencia de toda autoridad. Aunque mucha gente se felicita de que se les hayan bajado los humos a los burócratas de piel dorada y altos estipendios. Hay que detener el desplome del Estado, evitar el tránsito del estado fallido al estado desfondado. La alerta está al rojo vivo. En la política, como en los toros, lo que cuenta es la estocada, a veces más que la corrida.
El ejército no tiene por qué pagar por algo que no ha hecho. Los funcionarios actuales tienen que detener esa masacre de opinión pública en contra de quien, sin temerla, puede deberla. Hay muchos prescindibles que bien la pueden pagar.