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Mata más la maldad que la enfermedad
Por Mouris Salloum George
Director General del Club de Periodistas de México AC
No por casualidad, se recuerda en estas horas La pasión de Cristo, hoy suspendida en su escenario más espectacular: Iztapalapa, Ciudad de México. Convertida en las últimas décadas en show televisivo, los pueblos nativos, sin embargo, la reproducen como “acto salvífico” que los libró de devastadoras epidemias que asolaron el Valle de México en la décadas de los treinta del siglo XIX. Había en ello expresión de auténtica religiosidad popular.
En la segunda mitad de ese siglo, a nuestras costas del Pacífico llegó la fiebre amarilla, que desembarcó procedente de Panamá. A principios del siglo XX nos visitó La peste negra (bubónica), proveniente de California, Estados Unidos. Ambas amenazas fueron sitiadas en Mazatlán, Sinaloa.
Se hace memoria, por razones obvias, de la Influenza española (1918) porque, de alcance nacional, cobro unas 500 mil víctimas mortales.
Si tenemos industria farmacéutica propia, ¿qué será de nuestros proveedores?
En eso de las epidemias y pandemias, pues, tenemos un largo historial desde la Conquista y la Colonia. No obstante, es alarmante la respuesta que el Estado mexicano ha dado a los resultados de investigaciones sobre la materia acometidas en las facultades y escuelas especializadas de la Universidad Nacional Autónoma de México y del Instituto Politécnico Nacional. Dícese, la callada por respuesta.
Hemos conocido por ahí algunas iniciativas que sugieren el desarrollo de la industria farmacéutica como empresa de Estado. Con eso de los tratados de libre comercio, quién iba a convencer a los tecnócratas neoliberales hacer de México autosuficiente en esa asignatura, cuando tan buenos moches pagan las gerencias de los laboratorios extranjeros.
Por ahí, después de la pandemia de influenza en 2009, se consideró pertinente financiar laboratorios propios para producir la vacuna de la que, por supuesto, se carecía. En la noche de los tiempos del peñismo, nadie sabe, nadie supo, quien se carranceóla inversión.
Entre el susto del amanecer y la pesadilla vespertina, se “levanta la moral a los mexicanos”, informándoles que no se tiene el acta de nacimiento del coronavirus. Nadie da con su ADN, de suerte que no puede darse tampoco con su antídoto.
Entre las malas artes de la guerra, las armas bacteriológicas
Aunque eso de matar a la mala al enemigo es vicio añejo, durante el siglo pasado los señores de la guerra se sintieron facultados a incorporar entre sus técnicas militares las armas bacteriológicas
A propósito de la peste negra, el expediente más socorrido es el del Ejército de Japón que, en 1939, introdujo en territorio continental chino el vector identificado como pasteurella pestis, que se trasmite al través de las pulgas.
El dato se cita porque no hay fantasía literaria que pueda medir los alcances del Covid-19 en un territorio habitado por más de mil millones 600 mil habitantes, de no ser por la capacidad de respuesta que ahora tiene el Estado chino.
Importa un bledo la vida humana: Negocios son negocios
Como sea, ese accidente científico se transforma en malignidad política cuando se observa cómo los gobiernos de los Estados Unidos y de Francia se trenzan en una feroz pugna por monopolizar, a falta de vacunas, todo tipo de recursos físicos, y aún los humanos, para tratar de sacar del trance a sus países, sin compadecerse de aquellos pueblos que mueren a causa del virus o los que van a morir porque sus Estados carecen de personal especializado, infraestructura hospitalarias ni placebos para enfrentar la trágica situación.
Una pandemia, pues, de origen misterioso, dudas razonables sobre el espectro de la guerra bacteriológica, a final de cuentas lo que tenemos es una obscena guerra económica. Perdónesenos la repetición: El liberalismo no tiene madre.