El Quehacer Político a través///Jose Alberto Prado Angeles///El verbo del Poder en la geopolítica

Por José Alberto Prado Angeles
Director General y Editor
Desde que los antiguos griegos inauguraron el debate público en el Ágora, la palabra se convirtió en el arma más poderosa para conducir a las comunidades. Quien dominaba el arte del discurso gozaba de ventajas sobre los demás, y quien además conocía los designios de los dioses tenía aún más poder. En aquel entonces, la guerra era la otra cara de la vida pública: la patria exigía sacrificios, un precio a pagar para gozar de la pertenencia a un proyecto colectivo.
Ese espíritu fundacional se convirtió en piedra angular de nuestra civilización. Desde entonces, la palabra como arma para persuadir y vencer en los asuntos públicos ha coexistido con la guerra como expresión material de dominio o defensa de valores -reales o imaginados-.
Hoy, la palabra se ha transformado en el instrumento principal de las disputas políticas, económicas y sociales. Amplificada por las redes y los dispositivos digitales, ya no es solo metáfora: se ha vuelto un arma material en una guerra que rebasa fronteras y desafía límites éticos. La incitación al odio, la justificación de crímenes atroces o la fabricación de falsedades impuestas como verdades son prácticas cotidianas. Robots, algoritmos y conglomerados mediáticos multiplican su alcance, con el único propósito de vencer al adversario, no de convencer con argumentos.
Lo realmente peligroso es que la legitimidad ya no se construye a partir de hechos o razones, sino de la manipulación y la imposición de narrativas. La democracia, que se sustentaba en el triunfo de las mayorías, corre el riesgo de reducirse a la hegemonía de mensajes emitidos por focos de poder -a veces claros, a veces opacos- que dictan lo que debe considerarse legítimo.
Así, el debate deja de ser un espacio para encontrar soluciones razonables y se convierte en un campo de imposiciones disfrazadas de consenso. Cada paso que damos en esa dirección erosiona el respeto a los derechos fundamentales y normaliza la intolerancia hacia el disenso. La narrativa ya no es un proceso de deliberación, sino una historia prefigurada en blanco o negro: conmigo o contra mí.
Esa radicalidad genera polos irreconciliables y prepara el terreno para que la lucha verbal derive en violencia. Y la violencia, cuando se normaliza, encuentra en la guerra su expresión más terrible. Los hechos recientes -el asesinato de Charly Kirks en Estados Unidos, la continuidad de las guerras en Ucrania y Gaza, o la tensión creciente en las negociaciones geopolíticas- lo confirman.
En la era contemporánea, imponer una narrativa es tan decisivo como desplegar ejércitos. Vladímir Putin lo sabe con su discurso de la “Gran Rusia” y el nuevo orden global; Xi Jinping, con su apuesta por el sinocentrismo económico y cultural; Donald Trump, con su “America First”. Todos entienden que la guerra de palabras precede y condiciona a la de las armas.
La pregunta urgente es: ¿cuáles son los límites aceptables para la imposición de una narrativa en nuestras comunidades, en las naciones y en el sistema internacional? El tránsito de las disputas verbales a la violencia es uno de los signos más ominosos de nuestro tiempo. Y el mayor peligro es que, en nombre de la emoción colectiva, se sacrifique la dignidad de la persona y se disuelva lo razonable en la lógica de la confrontación.
La defensa de la palabra como instrumento de deliberación, y no de imposición, es hoy una tarea inaplazable. Porque de ella depende no solo la calidad de nuestras democracias, sino la posibilidad de preservar la paz.
Así el Quehacer Político Desde 1980, 45 años inquiriendo en la política de México, cuestionando, exponiendo, revelando y razonando.Es cuanto.