5 septiembre, 2025

El Quehacer Político a través de la bitácora antropológica///Mtro Said Vázquez///«El que no tranza, no avanza… Avance, joven.»

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Por Mtro Said Vázquez

Analista

La corrupción en México no es solo un acto ilegal, sino que, en muchos círculos, se ha convertido en una forma de vida. Para esos grupos, es una especie de talento nacional que, con orgullo y descaro, ha sido transmitido de generación en generación. Desde una perspectiva antropológica y sociológica, no podemos entender esta tragicomedia sin aceptar que la corrupción está tan arraigada en nuestra cultura que parece un segundo idioma. Es muy común que, al hablar de corrupción, se recurra a otro talento nacional: el doble sentido. El acto corrupto, quizá por ser oculto y difícil de nombrar, requiere de la habilidad y rapidez mental para comprender frases que a simple vista parecen inocentes, pero que en realidad esconden un significado pícaro y obsceno, característico del albur. En este sentido, las connotaciones del acto corrupto son también sexuales.

La corrupción no solo existe, sino que para gran parte de la población se ha convertido en un símbolo de identidad o, mejor dicho, de supervivencia nacional. Este fenómeno no es únicamente un problema judicial, sino un elemento cultural que atraviesa todas las clases sociales y cuyas raíces son tan profundas que ni la vergüenza logra arrancarlas.

Desde un punto de vista antropológico, la corrupción en México puede entenderse como una tradición que, lejos de ser un mal necesario, se ha transformado en una forma de vida. La cultura de la impunidad, el nepotismo y el clientelismo son tan comunes que muchos mexicanos creen que, si no te corrompes, estarás en desventaja frente a los demás. La impunidad se ha vuelto esa vieja telenovela que todos vemos con interés, sin sorprendernos de que los castigos sean tan raros como los partidos políticos que cumplen sus promesas (que, por cierto, no existen).

Desde la sociología, la situación no es distinta: el sistema institucional está tan podrido que la corrupción se ha convertido en la moneda de cambio en las relaciones sociales. Aquí, el intercambio de favores, la “mordida” y otros términos coloquiales reflejan una cultura donde la ética se ha transformado en un lujo caro y exclusivo para unos pocos. La lógica es simple: si quieres algo, paga; si quieres que te dejen en paz, paga. De lo contrario, prepárate para hacer fila en la ventanilla o el mostrador del gobierno, donde el precio de la justicia puede variar según el humor del funcionario del día (que probablemente esté en su hora de descanso).

La “mordida”, esa práctica tan naturalizada que muchos mexicanos aceptan con una sonrisa en los labios y un “ya ni me molesto”, forma parte del proceso de socialización desde la infancia. Se enseña que en México, si quieres resolver un problema, mejor le das unos pesos al policía o al trabajador público. ¿Que la ley dice una cosa? Da igual. Aquí la ley es solo un papel, y la corrupción, un idioma universal. La “mordida” es más que un simple soborno: es una especie de juego de azar donde todos saben que, si quieres evitar perder tiempo y energía, lo mejor es entregar el billete y seguir con tu vida.

Este ejemplo refleja una lógica de reciprocidad informal, donde la permisividad frente a la corrupción sostiene un sistema de relaciones que, aunque cuestionable desde el punto de vista ético, resulta funcional en contextos de desigualdad y debilidad institucional. La aceptación social de esta práctica refuerza su carácter cultural y demuestra cómo la corrupción permea en el modo de vida diario, generando un círculo vicioso difícil de erradicar. La corrupción se ha normalizado tanto en la rutina que algunos incluso la interpretan como una forma de solidaridad: todos se ayudan pagando, es un ganar-ganar.

La persistencia de la corrupción en la política mexicana y en la administración pública es evidente. Casos como el derroche en los presupuestos, los desvíos de fondos y los favores políticos en la asignación de contratos muestran cómo las élites perpetúan prácticas corruptas para mantener su poder y privilegios (López, 2020). En este ámbito, la corrupción se ha convertido en un símbolo que refleja impunidad y desigualdad social, afectando la confianza ciudadana y el funcionamiento de la democracia.

La corrupción no es solo un problema individual, sino un elemento cultural que se reproduce a través de las instituciones y de las relaciones sociales en México. La normalización de estas prácticas, a menudo toleradas o incluso incentivadas por la falta de sanciones efectivas, sustenta una cultura de impunidad que obstaculiza los esfuerzos por promover la transparencia y la justicia. También refleja las desigualdades estructurales y la distribución del poder. El sistema institucional, frágil y frecuentemente corrupto en sus niveles más altos, influye en la práctica social y fortalece la idea de que los recursos y privilegios deben negociarse de manera informal. Esta lógica de intercambio y favoritismo se ha arraigado en la vida política y económica del país, consolidándose como un elemento cultural que moldea la conducta social.

Es crucial reconocer que la lucha contra la corrupción requiere cambios profundos en las instituciones y en las mentalidades sociales. La cultura de la corrupción en México es un fenómeno que debe abordarse desde enfoques antropológicos y sociológicos, pues su arraigo en las prácticas cotidianas y en la estructura social revela que va más allá del simple acto ilícito. En su dimensión cultural, la corrupción está enraizada en la historia social, en las relaciones de poder y en las prácticas de supervivencia, conformando un entramado que perpetúa desigualdades y limita el desarrollo social.

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