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Relanzan la industria de la delación
Por Mouris Salloum George
Director General del Club de Periodistas de México AC
De acuerdo con el Derecho Internacional contemporáneo, un Estado nacional es titular de la potestad de emitir leyes que preserven su territorio y patrimonio común, y para proteger su propia integridad. Su contraparte, es el derecho de gentes, en cuyo caso sería el ciudadano la razón y sujeto de las prerrogativas que el Estado debe garantizar.
En la convergencia de esos derechos, está el del Estado, de diseñar un régimen interno que, al tiempo que vele por la convivencia y la paz de la comunidad nacional, encuentre en ellas el soporte para su defensa exterior. Uno de sus legítimos instrumentos, si bien cuestionado, son las prácticas de espionaje: El argumento válido, es de la Seguridad Nacional.
Del lado del ciudadano, está el derecho de que el Estado brinde al individuo y su familia una seguridad pública en la que puedan ejercerse los derechos al trabajo, al estudio, a la recreación, etcétera.
Se forma así un circulo virtuoso por el que el ciudadano delega el poder político al través del voto electoral, y los poderes constitucionales, a la vez, está obligado a crear las condiciones para el disfrute de los Derechos Sociales.
Instituciones y aparatos de Seguridad Nacional desplazados
Ese saludable equilibrio se fractura cuando, entre esas dos instituciones consagradas por el régimen constitucional, irrumpen los poderes fácticos, según el paisaje que hoy se observa en México.
Al menos hasta cuatro décadas recientes, el Estado, para su protección, operó agencias como la Dirección Federal de Seguridad, la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales, que se sustanciaron en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional, ahora desaparecido.
Hasta “en defensa propia” el Estado, pues, fue responsable de su propia supervivencia como condición para brindar seguridad y tranquilidad a sus ciudadanos.
Tenemos la impresión de que, desde hace veinte años, los conductores del Estado mexicano abdicaron a su deber constitucional de desarrollar mecanismos eficaces para la procuración y administración de justicia.
Con la Policía Federal Preventiva se legitima la denuncia anónima
Ilustremos esa impresión con un registro documentable: Al crearse la primera Policía Federal Preventiva (PFP), se pretendió fundir en una sola a varias corporaciones del Estado; a decir verdad, con poco éxito.
De aquel tiempo data que la división de Inteligencia de la PFP, a cargo casualmente de Genaro García Luna, en tácito reconocimiento de su ineficacia, abrió al público teléfonos para recibir denuncias anónimas contra personas y sospechas de actividades delincuenciales.
Hubo casos comprobados de que esa oportunidad se prestó, 1) A bromas de personas ociosas y, 2) La oportunidad para que otras pretendieran acciones de venganza por simple malquerencia o agravios de familias denunciadas, sin que existieran elementos de responsabilidad criminal comprobables.
En última lectura, lo que quedó instituida fue la industria de la delación, siempre anónima, de la que han sido víctimas no pocos ciudadanos inocentes. Esa industria alcanzó su perversa rentabilidadcuando incapaces procuradurías y agentes ministeriales, a falta de trabajo de Inteligencia, capacidad y eficiencia para la investigación, pusieron en el mercado el método de millonarias recompensas.
Se hace de la sociedad una comunidad de delatores
Viene a tema el asunto, porque tenemos en la orden del día el caso de un presunto responsable que ha evadido la acción punitiva por supuestas y reiterativas fallas técnicas u omisiones legales en su captura, que han obligado a juez a dictar su liberación.
En otros casos, criminales en que las indagatorias prueban su plena responsabilidad, burlan la acción de la ley porque desde las propias agencias del Ministerio Púbico y de los juzgados penales, son auxiliados por chivatos que los alertan de los operativos para su arresto.
En una tercera vertiente, presionadas por la opinión pública, ahora mismo las fiscalías recurren de nuevo a la oferta de recompensas para tratar de suplir ineptitud o negligencia de sus cuerpos de investigación, blindando al denunciante con el anonimato.
De lo anterior resulta un fenómeno doblemente pernicioso: Se gasta presupuesto público sin garantizar que las denuncias anónimas sirvan al debido proceso y de la industria de la delación queda el riesgo de que, más temprano que tarde, los acusadores anónimos sean a su vez delatados y expuestos a la venganza de los acusados, con o sin justificación. No se vale.